martes, 18 de febrero de 2014

El amor también se puede suicidar

Las últimas reservas de esperanza se le agotaron hace días. Ya no le quedaba nada. Ni nadie.
Estaba perdida y eso es lo peor que le podía pasar en un mundo caótico como en el que estaba. No sabía qué hacer, a dónde ir. Ya no habían brújulas en sus manos.

La dulzura de sus ojos
color miel fue
desvaneciéndose poco
a poco
.

Sólo eran dos agujeros negros.
La luz del Sol no tenía nada que hacer si quería verlos brillar.

Al borde del acantilado,
el rumor de las olas acariciaba sus oídos
mientras inhalaba el olor a arena mojada, a sal.

Sentía la agonía dentro de ella, golpeando sus pulmones, queriendo subir por la garganta, estirando las cuerdas vocales, arañando el corazón. Sin embargo, ella se mantenía inmóvil, con la mirada fija en la nada, como si estuviera durmiendo con los ojos abiertos.

De repente, esa imagen.
Ese recuerdo que le mataba cada día.

Se dobló en sí misma mientras agarraba sus rodillas.
Cerró sus ojos y podía sentir el frío salir de sus poros.
Quería llorar pero no podía.
Quería gritar pero tampoco le salía la voz.

Eso era ella: nada.

"A sólo un paso" pensó.

Ahora las olas eran más violentas y el rumor se había convertido en estruendo.

Se abalanzó a los brazos del vacío.
El viento azotaba su cara,
enredaba su pelo,
jugaba con su vestido.

Estiró los brazos.

Por fin era libre.
Libre de sus pesadillas,
de sus miedos,
de sus monstruos.
Por fin era pájaro.

Y sonrió.